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6 de marzo de 2020
No es uber, son las tecnologías disruptivas contra…
Casi nadie se opone al avance tecnológico, de manera expresa; a veces aparecen ciertos tecnófobos como críticos y detractores -incluso a veces incomprendidos y nostálgicos pero con razones de peso- pero, en general, la tecnología trae consigo una energía positiva, una visión constructiva de progreso, proclive al emprendimiento, a la novedad y es acogida de buena gana por las mayorías. Las nuevas generaciones más aún…
El conservadurismo a ultranza sigue enquistado en muchas estructuras sociales que solo pretenden continuar con las estructuras sociales sin percatarse que estamos en medio de una revolución digital cada vez más profunda y de manera miope se resisten a permitir que las nuevas formas de hacer negocios cumplan sus metas y objetivos propios pero también consigan un mayor impacto social.
Hasta hace poco, las empresas tecnológicas gozaban de esa reputación sin tacha. Sin embargo, esa panacea ha ido poco a poco volviéndose una realidad en la cual para muchos la tecnología es sinónimo de aversión camuflada a los impuestos, una amenaza a ciertos derechos fundamentales, a las libertades, a la competencia. Muchas actividades que antes se llevaban a cabo sin el impacto o la influencia tecnológica ahora enfrentan el panorama de la transformación digital, lo cual no necesariamente es bien percibido por los actores tradicionales de determinada industria o sector.
En estos días, hemos visto a jueces y funcionarios que han puesto en entredicho ciertos modelos de negocios basados en las viejas leyes y en los conceptos jurídicos más tradicionales. Algunos comentaristas que aprovechan cualquier oportunidad para darle un golpe de opinión al futuro tecnológico o presentar escenarios catastróficos sobre los efectos que tiene la tecnología para ciertos sectores. También aparecen oportunistas que aprovechan en río revuelto para atacar cualquier avance tecnológico: desde las vacunas hasta la llegada a la Luna en 1969. Los políticos comienzan a encontrar su lugar en el debate público y proponen leyes (mágicas) que pueden resolver todos los problemas de raíz y volver a la sociedad a su cauce normal…
Estamos en épocas de cambio, de transformación, de ruptura, de disrupción. No es momento de poner nombre propio a la tecnología y menos aún que se la conciba como un enemigo: en pocas palabras, no es una lucha de Uber o de cualquier otra empresa con el gobierno o con el Estado. Es más bien la manera como los modelos disruptivos de negocios pueden integrarse a la sociedad y producir beneficios (y seguramente también efectos negativos). Como el Estado debe tener un rol en tiempos de cambio y encontrar la verdadera senda del interés público y de la defensa de los valores fundantes de una sociedad democrática.
Si estamos frente a una verdadera disrupción no se puede pretender que todos los derechos y situaciones se conserven iguales, sin cambio alguno. No parece válido aquello de equilibrar la cancha como si el resultado de los partidos de fútbol debería ser siempre un empate entre los equipos contendores (parece a veces un poco ingenua o ahistórica esa concepción del mundo). Tampoco es posible referirse a una revolución digital sin cambio del status quo, precisamente estamos en momento de modificaciones y ajustes, tanto de la regulación o de la ley como de la interpretación de éstas.
Ni los burócratas ni los políticos con pensamiento tradicional parecen bien equipados para resolver tan complicado escenario. La sociedad civil parece desorientada, tanto se le ha insistido que son meros consumidores digitales que no encuentran un rol más allá. La academia parece despistada entre foros y tertulias teóricas.
Lo cierto es que las tecnologías emergentes están cambiando el mercado ya que generan oferta con menos costos para servicios que se prestan de manera tradicional y la colaboración propia de las plataformas está permitiendo acercar extremos opuestos del mercado -proveedores y usuarios finales- que antes no se acercaban o su relación exigía demasiados intermediarios en la cadena o los costos de transacción eran significativos para que los encuentros ocurrieran de manera efectiva.
El respeto a la ley y al Estado de derecho (social y democrático, a pesar de que algunos olviden esos apellidos) debe ser la regla para las plataformas, no cabe duda pero el ordenamiento jurídico, para que sea legítimo debe corresponder a una evolución y transformación social. No vale el desacato sino propugnar por los cambios o interpretaciones correctas. Nuestro momento, el de ahora, es el de la transformación digital, los mercados y los usuarios así lo están demostrando. Es importante reiterar que la lealtad y la buena fe se debe enmarcar precisamente en la realidad del mercado (de una mercado de servicios digitales, internacional y ampliado en el ciberespacio).
- Tampoco ayuda para la prosperidad y sostenibilidad de la economía colaborativa que las plataformas aparezcan como paradigma de la burla de la ley y al Estado y de pasar por encima de la regulación de los mercados con la sola excusa de la privatización de las relaciones. La transfiguración de los contratos privados, sea mandato o arrendamiento para supuestamente acomodarse a la regulación no necesariamente es una buena señal y estratégicamente puede ser negativo en la búsqueda de equilibrios mínimos en el entorno digital.
- En ese sentido, aplicando el método de la prospectiva me anticipo a plantear algunas de las batallas que deberán afrontar las tecnologías de la información para ganar terreno y prosperar:
- Las regulaciones tradicionales Los rezagos de las regulaciones del mundo análogo no dejarán prosperar las tecnologías si siguen aferradas a la interpretación estrecha, cerrada y miope. Es necesario pensar que la disrupción es precisamente el cambio, la novedad, la revolución y que la única forma de lograr el beneficio social y la apropiación adecuada de las tecnologías emergentes es pensar diferente.
A diferencia de la infancia de lo digital, en este momento se aprecia que las tecnologías tienen relación directa y efectos con el mundo real, con sectores ya regulados.
Esta intersección no es fácil pero en la lucha debe ganar la tecnología, la tecnologías es una herramienta que debe servir para que los servicios sean mejores, para que los consumidores tengan mejor atención, los usuarios mejores opciones, los ciudadanos mayores alternativas.
2. La justicia La justicia es la medida de la balanza, del equilibrio. Frente a la revolución digital, la justicia aparece paquidérmica, demorada, sin norte. La revolución digital debe acercar la justicia, la verdadera justicia a los ciudadanos. El acceso real y oportuno a una justicia efectiva debe ser uno de los propósitos centrales de la aplicación de tecnología a la justicia. El juez no se puede circunscribir al texto legal y a la interpretación literal sin ser consciente del entorno de transformación digital que ocurre a su alrededor. La ley es letra viva y no la fotografía de sepulcros blanqueados…
3.La política. El arte del poder y de lo público está mediado por la tecnología. Tecnología que debe ser la herramienta para luchar contra el cáncer que aqueja a la política, o sea, la corrupción pero también como forma de fortalecimiento de una democracia más directa y participativa. Más opciones de veeduría y escrutinio. Ciudadanos con formas de expresión como las redes sociales pero también más responsables frente a sus opiniones y a su libre expresión.
4. La ley como expresión de la voluntad general, la ley para todos, sin discriminación ni particularismo. La tecnología es más bien la personalización a ultranza, como lograr armonizar dos visiones tan distintas debe evolucionar a la par de la transformación digital en ciernes.
Es la hora de los visionarios, de la gobernanza internacional del ecosistema digital, de la intrarregulación sectorial, de la regulación inteligente, de la Techlegal y de atreverse a pensar sin dogmatismos, de manera incluyente democrática y con perspectiva de futuro.
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